Seguramente mi fama de persona díscola y rebelde ha hecho que, desde
Diario Jaén, se acordasen de mí para pedirme que haga un poco de abogado del
diablo, al hablar de la Semana Santa de Úbeda. A quien me lo ha pedido tampoco
puedo negarle nada y aquí estoy para tirar piedras contra un tejado al que
permanezco encaramado, desde hace 43 años, porque Jesús me buscó cuando yo
caminaba por senderos sinuosos, para devolverme a casa, en un momento de mi
vida en el que estaba absolutamente perdido. Fue una cofradía de Semana Santa
la que me rescató de esas tinieblas y me hizo incorporarme a una Iglesia a la
que tenía casi olvidada.
Va a ser ésta una situación un poco forzada y embarazosa, porque tantos
años en una hermandad sólo pueden enseñarte a amar a las cofradías hasta el
extremo y a considerar a la Semana Santa de tu pueblo como la única posible en
tu vida.
Hay que rascar bastante para encontrar elementos negativos en la Semana
Santa ubetense, aunque cuando has estado tan implicado como yo lo estuve en el
mundo cofrade, siempre encuentras cosas que podrían mejorar. También la
distancia, desde la que ahora veo estas manifestaciones de religiosidad
popular, (como simple cofrade de a pie), te vuelve más objetivo y menos
visceral a la hora de manifestar tus opiniones.
Algunos de estos elementos negativos supongo yo que no serán exclusivos
de mi ciudad. En realidad creo que estos elementos se podrían extrapolar a
cualquier ciudad en la que las cofradías tengan un papel preponderante, porque
algunos son males endémicos de nuestra Andalucía cofrade. Hay uno, que me
preocupa sobremanera, que es el tema de la formación. No es un asunto menor,
porque cuando uno pertenece a una asociación, del tipo que sea, debe de conocer
sus normas, sus fines, su filosofía, lo que esa sociedad espera de uno y lo que
uno le puede ofrecer. En Úbeda, creo que como en todos sitios, hay mucho
cofrade perdido en un laberinto de tronos, de capas, de báculos, de inciensos,
de cornetas y de tambores. Muchos son cofrades, acérrimos de sus hermandades,
por tradición familiar, por costumbre, casi por inercia (lo cual puede ser
perfectamente respetable). Cuando intentas hurgar un poco bajo el capuz,
descubres a gente bastante desinformada, que se aturulla cuando tiene que
explicarte cuál es la razón de ser de su militancia cofrade. Hay mucha
confusión y pocos cimientos, en ocasiones ignorancia supina, que suelen
manifestarse en una vida poco acorde con la condición de ser cofrade, porque
uno tiene que ser cofrade durante las veinticuatro horas del día de los
trescientos sesenta y cinco días del año. Uno debe de vivir como cofrade desde
que se levanta hasta que se acuesta, procurando dar ejemplo e intentando
conseguir que te señalen con el dedo, porque sigues la estela del Nazareno en
unos tiempos en los que ser católico no suele estar de moda.
Sé de la buena disposición de nuestras hermandades a la hora de
propiciar la formación de los cofrades, pero esta sociedad de las prisas, de lo
tangible y de lo inmediato, hace que cueste un mundo congregar a un número
considerable de hermanos en torno a un acto de formación. Las juntas directivas
le echan mucha imaginación para enganchar al personal. Se ofrecen títulos y
temas atractivos y sugestivos e incluso se llegan a adornar los actos con la
intervención de alguna banda, que al fin y al cabo es lo que pita hoy entre la
gente más joven. No obstante resulta complejo. Hoy todos estamos demasiado
ocupados como para dedicar un rato a Dios, a ese Dios al que recurrimos cuando
nos aprieta el zapato o cuando la vida nos presiona hasta extremos que somos
incapaces de resistir.
No soy un teórico de estos temas. Seguramente en las alturas de las
instituciones cofrades haya gente más preparada que yo, para luchar contra la
desidia y la abulia, pero si ellos no han conseguido erradicar la falta de
formación de muchos cofrades, resulta evidente que a todos nos queda muchísimo
trabajo por hacer. A cada cual desde la parcela que ocupa, también a quienes
estamos en la base de la pirámide.
Repasada esta laguna en lo teórico, podríamos analizar carencias que
hay en lo práctico, más concretamente en lo estético.
En los últimos veinte o veinticinco años, la estética de las
procesiones ubetenses ha cambiado enormemente. La de Úbeda fue una Semana Santa
más castellana que andaluza, más austera que folclórica, muy seria, de un duelo
estremecedor. Las procesiones marcharon siempre en paralelo y en consonancia
con el carácter de los ubetenses, un carácter reservado, recatado y casi adusto,
con un enorme sentido del ridículo y con grandes problemas para desinhibirse. Eso
se ha traducido en una puesta en escena, (al fin y al cabo eso es una procesión
de Semana Santa) de nuestras hermandades en la calle más propia de Zamora que
de Cádiz, con pasos llevados sin estrépito, con bastante silencio y con
recogimiento cuasi carmelitano. Hoy se va imponiendo la bulla de un público
que, como algunos cofrades, desconoce el tipo de manifestación a la que asiste.
No es la mía una crítica a las hermandades que, en nuestra ciudad, ya
nacieron bajo unos determinados cánones. Lo mío es cierta desazón por el hecho
de que haya cofradías centenarias que creen que mimetizarse con el entorno les
asegurará no sé qué éxitos. Pero no se mimetizan con el entorno renacentista
del que la ciudad está impregnada, sino con el “entorno semanasantero de otras
Andalucías” que no son la nuestra, intentando forzar la máquina, mientras
importan clichés eternamente repetidos y carentes de originalidad por su
reiteración.
En Úbeda tenemos una especie de complejo de inferioridad que nos hace
infravalorar lo nuestro, (ha pasado igual con el carnaval), para ir adoptando
modos de otros lugares, sin buscar sentido a cada transformación y arrumbando
cosas con las que siempre nos hemos identificado. Son cada vez más las
cofradías con una fuerte personalidad y con unas señas de identidad casi únicas
las que están sucumbiendo ante modas que auguro pasajeras y que no aportan nada
exclusivo a las procesiones.
Hoy por hoy las procesiones de nuestra ciudad son eclécticas, son
variadas y en su conjunto forman un todo atractivo, pero si seguimos por el
camino de la imitación y por la renuncia a nuestras señas de identidad, en unos
años nos dará igual pasar la Semana Santa en Córdoba, en Jerez o en Alcalá de
los Gazules.
Hay que animar a las viejas cofradías a conservar sus singularidades y
que sean otras, las que aún llevan chupete, las que adopten las formas de los
tiempos en los que se han criado. Es lo pertinente y lo lógico.
Para evitar ser yo el crucificado, aclaro que he querido colocarme en
el papel que me han asignado y que no es otro, como decía al principio, que el
de abogado del diablo.
El caso es que siempre que alguien me ha preguntado por la Semana Santa
de mi pueblo le he dicho que sus procesiones no pueden desarrollarse en un
entorno mejor que el que proporciona una ciudad renacentista que es Patrimonio
de la Humanidad, que es la conmemoración más importante y multitudinaria de
Úbeda, que las cofradías son el colectivo que aglutina a un mayor número de
ubetenses y que engancha hasta el punto de que conozco las procesiones de otros
lugares por los vídeos de Youtube, porque jamás falto a una cita que,
desgraciadamente, se celebra en todas las ciudades del país en la misma fecha.
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